jueves, 18 de diciembre de 2008

Cuentos de Verónica ...

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----- Verónica I
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Tres Monedas
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Volando sobre el Atlántico, con destino París, una hermosa azafata turba los planes de Andrés - Flying the Atlantic Ocean from Rio de Janeiro to Paris, a beautiful air hostess disturbs Andres' plans
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- Allez-vous dîner, Monsieur?
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Abrió los perezosos ojos. No entendió pero vio una bandeja cerca suyo. Le estaban ofreciendo la cena, en un vuelo de ultramar.
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- Yes ... - intentó contestar, levantando la vista hacia la azafata.
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Comprendió que más le valía despabilarse pronto ... lo miraban los ojos claros de una bella muchacha de cabello largo, vestida con blusa de seda blanca y corta pollera gris azulada.
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- Monsieur ...? - insistió la azafata, con una sonrisa.
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Andrés no daba crédito a sus ojos, dudando si no se había despertado aún. Un espléndido busto se dibujaba detrás de la blusa. Estiró las manos, tomando la fuente, sin dejar de mirarla. Ella giró hacia el carrito portabandejas y lo desplazó hasta el próximo asiento. Andrés no pudo menos que contemplarla: esbelta y sinuosa, esas piernas largas y torneadas eran una delicia.
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Siguió mirándola, mientras otra azafata le ofrecía bebidas. Eligió vino blanco, agua mineral, y comenzó a cenar. De pronto se dijo: "imposible, no puede ser".
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Sacudió sus pensamientos: "yo la conozco ... no, no puede ser".
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El avión había despegado de Río de Janeiro procedente de Buenos Aires. Destino: París.
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Terminó la cena y retiraron las bandejas de él y de la señora del lado ventanilla. Buscó a aquella azafata. Se desplazaba en otro sector del enorme avión. Esperó que cesara el movimiento post-cena. Se levantó y caminó hacia la cola de la nave, donde había un bar. Pidió un Martini, y se entretuvo jugueteando con la aceituna.
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Apareció la bella azafata, sin reparar en su presencia. El se aproximó por detrás de ella y le dijo, despacio pero con claridad: "Verónica".
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La observó. Ni un movimiento. Entonces insistió:
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- Creo que nos conocemos.
Ella giró lentamente.
- Sí, sí ... - se animó él.
Una enigmática sonrisa fue la respuesta.
- Hará casi dos años - agregó él.
Ella volvió a su posición inicial, con desinterés evidente.
Andrés pensó que ya había hecho lo más difícil, y nada perdía con insistir:
- En "El Cafetal" de La Plata.
Volvió a girar la azafata, diciendo:
- Puede ser.
- Claro que sí, ¡qué sorpresa!
La misma indiferencia en ella ... pero dijo:
- Puede ser, sí. Pero yo, tengo la impresión de ser la primera vez que te veo.
- ¡Eso ya es bastante! - se alegró Andrés.
Ella pareció descongelarse un tanto. A la chica que estaba a cargo del bar le pidió una botella de coñac y dos copas. Con la bandeja en las manos, trató de mostrarse cortés, diciendo, mientras se retiraba:
- En estos vuelos, no es la primera vez que me encuentro con alguien de La Plata.
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Andrés terminó el Martini y prefirió volver a su asiento. La vecina dormitaba. Se dejó envolver por el ruido de los motores.
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Era cierto. Ella no lo conocía. Apenas, la había visto dos veces. La primera, ella estaba, a cierta distancia, atendiendo la caja en la barra de El Cafetal, un Café de la ciudad de La Plata. La segunda, días después. El recuerdo era casi fotográfico:
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Desde la calle, se abrió la puerta de vidrio de El Cafetal y apareció ella con un elegante traje gris de dos piezas, con pollera muy corta, camisa blanca, un bolso y zapatos de taco alto también blancos. Su larga cabellera ondulante daba el exacto marco a un bellísimo y preocupado rostro. Tenía prisa. Pasó entre las mesas como una exhalación, como si nada existiera, como si el local estuviese vacío; ni él ni nadie existían para ella.
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Sus retinas quedaron impresionadas. El cuerpo esbelto y sinuoso, los muslos torneados y brillantes; toda ella a contraluz, al ingresar, en una soleada tarde de verano.
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La primera vez la había visto con remera, jean y zapatillas, igualmente bella y sugerente. Pero esta versión, quizá por tan insospechada, era la exquisitez hecha mujer. Se quedó mirando la calle, pensando qué estaría haciendo ella dentro del local.
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Divagaba con la imagen de esa muchacha, cuando pasó a su lado. Se había sacado la chaqueta y la camisa blanca era un regalo para los ojos. Se detuvo al lado de una mesa delante de él y algo habló, en voz baja, con el muchacho que la ocupaba. Nada escuchó a pesar que su curiosidad le hizo prestar atención. Las miradas eran sostenidas. Le quedó claro que no se trataba de una conversación común y sintió envidia. Enorme envidia hacia ese muchacho.
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Volvió a pasar al lado de él. Ahora, diríase que el mundo se reducía al joven de aquella mesa.
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Minutos después reapareció como había ingresado, con un café en la mano. Lo dejó en la mesa de aquel afortunado; le dijo "chau" y algo más, se dirigió a la puerta y salió, tan apresurada como había llegado.
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Y no hubo "otra vez". En varias oportunidades volvió a El Cafetal, pero ella no estuvo más. Desapareció. Lo único que supo, ciertamente, fue que se llamaba "Verónica". Y aquí estaba Verónica. Azafata en este vuelo, en este avión; quizá más linda aún que entonces; con la magia adicional que siempre supone una bella aeromoza, a diez mil metros de altura sobre el mar.
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Un minuto de reflexión le hizo decir que él no era aquel, que ella no se había conmovido en lo más mínimo con el encuentro.
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"¡Hola!", dijo Verónica, reapareciendo en el pasillo. Media luz en todo el avión, hora de escuchar música, de ver cine.
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"¡Hola!", respondió Andrés, sorprendido y poniéndose de pie. Ella le sonrió como diciendo que podía ser más simpática.
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Caminaron hacia el extremo posterior de la cabina. Los últimos dos asientos de un costado estaban vacíos. Andrés ya había visto que allí se ubicaban las azafatas. Sugirió sentarse en ellos. Verónica dudó un instante, pero aceptó.
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Acertaron con una conversación amena, sin mención de antecedentes mutuos. El supo que se quedaría en París unas 24 horas, cuál era el Café en Boulevard Saint Germain que le gustaba más y que seguiría en vuelo a Roma. Ella supo que él viajaba por negocios de ingeniería, hacia Alemania.
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La conversación se tornó sugerente y él aprovechó para tentar una cita. La negativa no se hizo esperar pero con una gran sonrisa, que bien podía significar "lo siento, no me interesa" o "¿quién sabe?, quizá". Ser enigmática parecía natural en ella y resultaba muy atrayente.
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Reían ambos y Andrés, mirando el perfil de sus labios entreabiertos, deslizó los dedos por una de las rodillas de Verónica. Apenas una leve alteración en ese rostro y él, sin rozarla casi, avanzó por la cara interna del muslo ... dejó la suavidad de la media con liga y sintió la tibieza de la piel ...
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Ella no interrumpió su risa, pero tomó la mano de él y la retiró diciendo: "allí vienen las chicas que se sientan aquí".
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Se pusieron de pie. Verónica habló con una de las azafatas en francés y con la otra en italiano. Andrés supo que su pequeña aventura había terminado. "Buenas noches", dijo, y caminó hacia su asiento. Restaban unas cuantas horas sobre el Océano Atlántico y una parte de territorio francés hasta el aeropuerto Charles de Gaulle.
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Tenía la noche libre; en la mañana siguiente volaría hacia Bonn y Stuttgart. Eligió una mesa en el Café del Boulevard Saint Germain que Verónica frecuentaba. Era amplio, con muchas mesas en la vereda y dentro del local. Las recorrió con la vista, una por una: nada.
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Había consumido, casi, su cerveza, cuando reconoció a una de las azafatas del avión, con otra chica. Se ubicaron dentro del salón, charlando animadamente. Pidió otra cerveza, confiando en su suerte.
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Apareció Verónica, muy elegante, de blusa y pantalones. El se apresuró a interceptarla.
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Los ojos de ella acusaron sorpresa. Mirando la mesa de sus amigas, Andrés le pidió compartir "un minuto" la de él. Ella aceptó la propuesta y "el minuto".
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"Dentro de un par de días estoy en Roma y me quedo allí una semana", fue lo que concedió Verónica, dándole un número de teléfono. Se despidió, se juntó con sus amigas y pocos minutos después salieron las tres. El las miró perderse en la calle, entre la gente.
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Desde Stuttgart, llamó al teléfono de Roma. La Ciudad Eterna no formaba parte de su itinerario, pero había terminado su cometido en Alemania y hecho las modificaciones de ruta de retorno. Valía la pena.
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Una agradable voz femenina le contestó: "Verónica? Non è ancora arrivata, però, l'aspettiamo oggi o domani. Chi parla?"
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Cuando colgó, dudó si no se había entusiasmado con nada, pero se dio ánimo pensando que Roma siempre sería Roma ... "Todos los caminos ..."
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Del aeropuerto Fumichino llamó al número de Verónica. Le dijeron que había salido. Y sí, le dieron la dirección, si quería pasar por allí ...
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Eligió un hotel en Piazza Colonna. Se dio un baño y, sin volver a llamar por teléfono, se fue al departamento de Verónica, caminando un par de cuadras.
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Lo recibió una bella muchacha italiana, muy simpática y cordial. Le dijo que Verónica no había vuelto y no sabía a qué hora lo haría. Podría ser que no fuera su día con los dioses romanos, pero le faltaban muchas horas, estaba en Roma, y Verónica también.
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Delante de la Fontana di Trevi, con el rocío de las cascadas llegándole al rostro, tiraría una moneda ... metió la mano en un bolsillo ... arrojó tres monedas en la fuente.
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Jorge B. Hoyos Ty.
ainda@netverk.com.ar
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----- Verónica II
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HAY NOCHES Y NOCHES
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¡Ud. no imagina lo que pueden ser las noches con Verónica! - You don't imagine what the nights with Veronica may be!
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- Te veo muy de cuando en cuando, ya estamos en otoño.
- Es cierto ... ¡Mozo! Un par de cafés bien calientes, por favor.
- La última vez te negaste a contarme cómo te había ido en aquella búsqueda en la playa.
- Olvidate. Ya pasó mucho tiempo.
- Para ciertas cosas, el tiempo no cuenta ...
- Así es, así es ... ¡Apuesto que te gustaría oír algo de Verónica!
- ¿Verónica ... Verónica? ¡La azafata! ¿La de París y Roma?
- La de mirada enigmática, la de bellísimas piernas.
- ¿Qué pasó?
- Se apareció en casa.
- ¿En tu casa? ¿qué tenés vos en tu casa? ¿un imán? ¡Nunca me habías dicho que iba a tu casa!
- No digo que vaya. ¡Apareció! Eso es lo que digo.
- Sí, claro, "apareció" ... Apareció una Diosa, en tu casa ...
- Cuando trabajaba en este café, yo trataba de charlarle, de alentar alguna esperanza.
- ¡Mirá vos! ¡No sabía!
- Pero nada. Nada de nada.
- ¿Nada?
- Supe su dirección, su teléfono. Ella también, mi dirección, mi teléfono ... y alguna vez me dijo que sí, que iría a casa. Imaginate vos. Pero nada, puras promesas. A medias, yo sabía de sus amores.
- ¿Y no quedaba ni un lugarcito para vos ...?
- Hasta que desapareció por años. Hasta que nos enteramos por Andrés que estaba convertida en azafata.
- ... ¿Ninguna otra noticia?
- Absolutamente. Hasta Semana Santa. Una tarde, reapareció en casa.
- ¿Así, no más? ¿Sin decir "agua va"?
- ¡Así, no más! ¡Pura sorpresa!
- Así es ella, supongo ... ¿Y vos?
- Le pedí que me pellizque. Se mató de la risa y hasta me hizo doler.
- ¿Tenés coronita, vos? ¡Mamita querida! ¡Qué Semana Santa! ¡Vaya si "Santa"!
- Sí ... sí ...
- ¿Cómo "sí ... sí"?
- Estaba viviendo en pareja con un piloto, en City Bell. Yo ni la menor idea. Se peleó, y no se le ocurrió nada mejor que venir a mi casa. Habrá sido porque le quedaba cerca, yo vivo en Gonnet.
- Bueno, pero ...
- Y yo feliz, qué querés que te diga. "Pero sí, quedate todo lo que quieras, dos días, dos años, estás en tu casa" ... Y le hice conocer todos los rincones. A ella le gustó. Tres horas después volvió con un bolso grandote ... sus ropas. La instalé en mi dormitorio. Vaciamos dos cajones del ropero y allí acomodó sus cosas, otras las colgó.
- ¿Y ...?
- ¿Y? Se acostó a dormir. Dijo que tenía mucho sueño.
- ¿Solita?
- ¡Solita! ¡Ni un atisbo de nada! Y yo, "bárbaro". ¿Qué apuro podía tener? Se levantó a eso de las nueve, se dio un baño. Se puso guapísima. Yo no la conocía así. Noche de viernes. Picamos algo y se fue, prometiendo volver. No le pregunté a qué hora, le di las llaves. "No, ¿cómo me vas a dar las llaves?" "Y, por qué no, yo estaré durmiendo ..."
La una, las dos de la mañana, yo no me podía dormir. En el sofá del living, claro. Zapatos negros, delicados, de medio taco; pantalones negros ceñidos a esas piernas tan largas, tan lindas, cerrando en una cintura apretadita con un cinturón apenas visible, de puro adorno. Una suerte de camisa blanca de mangas largas, de talle justito, pegadita a su espalda derechita, pegadita a sus senos erguidos, dejando adivinar un sostén bien escotado y esas tiritas subiendo hacia los hombros ...
- ¡Bueno, bueno, pará! ¿Qué querés, que me babee?
- No me podía dormir ...
- Ya lo dijiste.
- A las tres de la mañana, un ruido de llave en la otra puerta de casa, la del estudio. Yo le había dado la del living. Me levanté, miré por el visor; allí estaba frente a la puerta del estudio tratando, inútilmente, de abrirla; se había confundido.
Abrí, la llamé, se sintió aliviada.
Dijo que habría esperado allí, que no pensó en despertarme. Yo dije que, de todos modos, habría visto la otra puerta.
Nos reímos un rato.
Se acostó.
Y otra vez durmió, sin parar, pasando el medio día, hasta avanzada la tarde. Se dio un baño. Otra vez se puso linda. Cenamos juntos. Conversación muy amena, desde música y gustos varios hasta posibles fotos de su bello cuerpo desnudo.
- ¡Ah! ¡Se pone interesante la cosa!
- Algunas fotos le hice. Pero así, vestidita, como estaba.
- ...
- También comentó cómo me había "visto" a mí durante el tiempo que nos conocíamos. De todos modos, siempre enigmática, velando sus sentimientos. Yo la escuchaba, simplemente.
Y se fue.
- Sábado en la noche. Te hubieras ido con ella.
- Diría que puse el fin de semana a su disposición.
- Lo menos que podías hacer.
- Pero mi persona no entraba en sus planes. Remise por teléfono y listo.
Volví a no dormir, o dormir mal. A pesar de inventarme un trabajo, en el estudio, hasta tarde. Eran las tres de la mañana cuando me introduje en el sofá del living. Las cinco, nada. Las siete, nada. Me levanté a las nueve; no había vuelto.
Era de noche, cuando reapareció ese domingo. Simpática, guapa. Se disculpó por no haberme llamado por teléfono, "no tenía mi agenda, no recordaba tu número". Pareció una visita de cortesía. No recuerdo que hiciera nada, sí que volvió a salir, claro. La habían traído, la estaban esperando.
Volvió a la una de la mañana. Entró con sus botas en las manos, para no despertarme ... "pero, resulta que vos estás despierto".
Le pedí que se sentara, que conversáramos. Me corrí un poco, pero ella se sentó en el sillón de enfrente. "Estoy bien aquí", dijo, con ojos alertas, cruzando las piernas; el largo cabello resbalando en sus rodillas, los pies desnudos en la alfombra.
- De la conversación que tuvimos antes de anoche, hay algo que no entiendo, que quiero preguntarte.
- Sí ... - dijo, con una pizca de intriga en la mirada.
- Desde que nos conocemos, dijiste que yo te he aburrido todo el tiempo tratando de impresionarte. Por mi parte, siempre he reconocido que no me has dado ni cinco de bola. Siendo así, no entiendo, ¿cómo llegás con tu humanidad, con tus sentimientos, hasta este momento, aquí?
Sus bellos ojos expresaron disgusto.
- No te entiendo - dijo, sin apartar su agria mirada.
- Sí, me entendés - dije, y repetí la pregunta.
- ¡No me podés preguntar eso!
- ¿Por qué no?
- ¿Por qué no? Somos adultos, ¿no? ¿Yo te pregunto que querés de mí? ¿No lo sé, acaso?
- Pero ...
- ¡Si ayer no hubiese hecho el amor con otro, y hubiese dormido en tu cama, esta conversación no tendría lugar!
- Bueno, bueno, convengamos una cosa. A mí no me interesa herirte ni que nos hagamos daño con palabras. Pero es bueno conversar.
Sostuve su mirada. Aceptó. Yo continué:
- Vos tenés amigos, familiares, dónde ir en esta emergencia, no te pueden dejar en banda.
- Nadie me deja en banda. Vos me das una mano y yo te lo agradezco.
- Yo no sirvo porque me gustás demasiado, claro que lo sabés. ¿Qué me tiene que importar si volvés tarde o no volvés? ¿Qué tiene que importarme lo que hagas? ¡Pero no! ¡Podría tomármelo deportivamente! No sería la primera vez que una bella mujer está en casa, sin obsesión de mi parte. Pero con vos no. Con vos no.
Yo dije que te quedaras todo lo que quisieras, pero va a ser un castigo ... como inventarme un castigo.
- No te preocupés. Hoy me confirmó Francisco que en dos o tres días le dan el departamento (Francisco, su nueva pareja).
- No, no me importa ... días más, días menos. Es más fuerte que yo ...
La charla continuó, sin pelea. Convinimos que se iría el miércoles a media mañana.

Y como las otras noches, llegó la del lunes. Bañadita, lindísima para su transición entre amores. Charlamos bien, amigablemente. Nos disculpamos de cosas que pudimos haber dicho mal la madrugada anterior. Le dije que estaba todo bien, pero que le volvería a pasar; que siempre podía contar conmigo. No era un cumplido. Cada cual en sus términos. Estábamos en un sofá del estudio. "Invitame un café", dijo, levantándose y previniendo un acercamiento mío. Yo preparé dos cafés.

Me desperté a las dos, a las cuatro de la mañana. A las cinco sonó el timbre. "Se olvidó la llave", pensé. Me levanté, miré por el visor: nada de nada.

A las seis y media apareció. Le pedí que se acercara. Se volvió a sentar en el sillón. "¿Y, ahora qué?", decían sus ojos.

"Tengo que decírtelo. Ya sé lo que siento: envidia. Eso es: en-vi-dia que no conocía, en el alma y en el cuerpo. Que estés aquí, que te vea ir y venir, tan cerca. Y te vayas. A hacer el amor con otro. Te quiero en mi cama y estás en otros brazos. Es demasiado. Me gustás y te deseo una barbaridad. Siempre fue así, desde que te conocí. Pero te escurres como arena entre los dedos. No tenía idea de cómo podía ser la envidia. Sí, es así de terrible"

Se levantó pasada la media tarde. Se bañó, se puso linda, conversamos algo, se fue.

Las dos de la mañana, las tres. A las seis, abrió la puerta, entró con los zapatos en la mano y pasó al dormitorio. Ni una palabra, ni un ruido.

Reapareció en camisón cortito, casi transparente, y nada más; una maravilla de no creer. Bastante luz de madrugada para ver sus pezones y cada una de sus curvas.

Se acercó y comenzó a correr las sábanas, yo me moví haciéndole lugar, fascinado, sin dejar de mirarla. Comencé a sentir la suavidad y la tibieza de sus piernas. Estiré una mano, para que su cintura quedara bajo mi brazo y comencé a acariciar su cadera ...

Y, ¡maldita sea! ¡me desperté! El timbre de la madrugada anterior, también lo soñé. Los perros no habían ladrado. ¡Qué locura!

Esa madrugada de martes no apareció. Ni las mañanas, ni los siguientes días.

- ¿No volvió más?
- Ninguna semana me ha parecido tan larga. No había forma de apartar la idea de su vuelta ... seguro, como si "tal cosa".
Cayó el lunes siguiente, a las doce de la noche, a llevar sus cosas. Sonrisas, besitos de saludo, toda ella feliz y como proclamando "así soy yo".
Y se fue. Un auto la estaba esperando.
- Mirá vos ... Bueno, al menos, se terminaron tus envidias.
- No sé.
- ¿Cómo "no sé"?
- No se llevó todo.
- ¿Dejó ropa?
- Algo dejo: un par de remeras, un vestido, una camisa, sostenes, bombachitas, dos pares de sandalias.
- ¡Volverá flaco!
- Quizá ...
- ¡Se habría llevado todo! ¿Si no?
- En dos días o en dos años. Sí, puede volver.
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Jorge B. Hoyos Ty. -----
ainda@netverk.com.ar

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